“Don’t read my diary when I’m gone. OK, I’m going to work now, when you wake up this morning, please read my diary. Look through my things and figure me out"

- Journals, Kurt Cobain

   
"Just a boy and a little girl
Trying to change the whole wide world
Isolation
The world is just a little town
Everybody trying to put us down
Isolation"


jueves, 19 de septiembre de 2013

Corona de sangre

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Somos inescrupulosos. Somos perecederos. Somos letales.
Fuimos expulsados del burgo por ello. Poblábamos las calles de miedo y realizábamos las hazañas que cualquier vasallo imagina, entre sueños, cuando la oscuridad los obliga a golpear sus carnes con los duros catres, cada día después de servir a sus mezquinos amos. Sólo que nosotros nunca fuimos vasallos. 
Todos los años hay un gran juicio en Seán. Todos los forajidos aprisionados durante esa temporada son juzgados por una no tan honorable junta de señores feudales. Somos agradecidos, porque sabemos que en otros lugares no hay más opción que derramar las entrañas en la Plaza Central. Pero en el pequeño burgo de Seán, los forajidos elijen: muerte o exilio.
Como podrán suponer, hemos elegido vivir el resto de nuestros días vagando en el mar con un par de excéntricos seres al timón. Claro que los humanos no se dignan ni a pisar el mismo suelo que un par de inescrupulosos malhechores, como ellos dirían. Así, mandan a éstas extravagantes y metamórficas criaturas a comandar los barcos del anual exilio, porque tampoco los aceptan dentro de su amurallada fortaleza.
Aprendimos a convivir con ellos, pues son también exiliados de ese patético y rutinario circo cada año. Dragones, elfos, hadas, ninfas, minotauros, centauros, gnomos. Centenas de seres incomprendidos que alguna vez divagaron por la Tierra pero ahora son condenados por querer conquistar proezas del hombre.
Tufus, un fauno de singulares cuernos y ruidosos cascos, comanda la nave desde que abandonamos Seán. Junto con otras criaturas nos contó su plan al poco tiempo de abandonar tierra firme. Claro que no pensaban deambular por el mar eternamente.
Nos dirigíamos a Adeliz, una enorme ciudad amurallada, repleta de palacios, donde los plebeyos plagan las callejas, humillados por la realeza y sus grandes señores. No sabíamos exactamente cuál era el objetivo, pues sólo contábamos con los cañones de defensa de la nave para atacar. Pero sí sé que detesto todos esos castillos y a los fanfarrones que los habitan, copiados dos a dos, con sus grotescos atuendos y sus  seculares modales.
Las reinas y señoras son todas idénticas. Llevan pomposos vestidos que hacen que sus cuerpos luzcan iguales y enormes adornos en sus cabezas, que no dejan ver sus cabellos y que tal vez, con su peso, atrofien sus cerebros hasta el punto de dejar sólo lo necesario para encarar sus preocupaciones diarias, es decir, la nada misma.
En la bodega del barco encontramos algunos cacharros metálicos que llevamos puestos como armaduras, de las más singulares formas. Algunas planchas de lata, un tanto oxidadas, quedaron disponibles para ser utilizadas como escudos, y algunas maderas fueron tomando  forma de lanzas, con un poco de trabajo.
Debo confesar que aunque los demás no tenían ni idea de cuál era realmente el plan, yo sabía claramente lo que iba a hacer. A través de mi improvisado yelmo lograba ver, aunque con dificultad, que la costa estaba a unos doscientos metros y las murallas se encontraban a un kilómetro o más.
Me acerqué lentamente hasta el único pegaso en la tripulación, Finbar, y me preparé para descender del barco. Intrepidez corría por mis venas y sentía que estaban a punto de estallar.
Una vez que nos encontrábamos en la orilla, Tufus abandonó el timón y comenzó a vociferar:
- ¡Compañeros, humanos o no, estamos juntos en esto! Vamos a atacar Adeliz, por rencor a sus principales o por sed de sangre y temeridad. ¡Atacamos por lo que somos, y no nos podemos arrepentir por lo que so...- Tufus miró, estupefacto, hacia las murallas, terror derramándose de sus pupilas. Desde lo alto de la muralla, centenares de arqueros se preparaban para contraatacar.
Descendimos rápidamente y, con urgencia, monté a Finbar. Observé a mí alrededor, mis compañeros de celda, cayendo ya entre las rocas, estampándolas de sangre con sus cráneos detonados. Mientras tanto, el afable aroma de carne en combustión llegaba desde lo más alto. Nuestros dragones, con los más llamativos colores en sus ásperas pieles, estaban carbonizando los cuerpos de los arqueros, abriendo sus fauces y encendiendo sus cabezas. Los arqueros se movían desesperadamente, sin poder visualizar dónde se encontraban, intentando apagar el fuego que los consumía tan sagazmente. Varios de ellos caían, en llamas pero aún vivos, al suelo.
No necesité observar más para indicarle a Finbar que era hora, que íbamos a tener que volar. Le señalé un área de arqueros en llamas, para evitar los ataques y el pegaso abrió sus alas de par en par, en la inmensidad del firmamento. Sobrevolamos la muralla encendida y nos dirigimos a la única construcción que se elevaba en la colapsada ciudad: la torre del castillo real.
Me escabullí detrás de las almenas de la construcción y respiré profundamente. Quería creer que lo peor había pasado. Intenté descansar unos minutos pero me sentía incómoda en mi parca armadura. Comencé a quitarme de encima todas esas baratijas y las acomodé en una de las esquinas de la terraza. Finbar ya se encontraba dormitando, tirado en el suelo, a mi derecha.
Me detuve para contemplar serenamente mis alrededores en busca de una manera de entrar a la fortaleza desde la terraza. A unos metros encontré una especie de escotilla que sobresalía del nivel del piso. Sin dubitar, fui a buscar uno de los objetos metálicos que empuñé como lanza y comencé a forzar la puerta cuidadosamente, para no hacer demasiado escándalo. En muy poco tiempo, conseguí levantarla completamente, dejando la abertura descubierta.
Lo que me encontré al mirar hacia adentro fue la más densa oscuridad. Supuse, acertadamente, que en la penumbra debería encontrar unos cuantos sombríos peldaños. Apoyé mi mano derecha en la pared y comencé a descender, sigilosamente, intentando calcular con frialdad absoluta dónde se encontraría el siguiente escalón.
Mi mano, que seguía apoyada en la pared, percibía un leve giro. Me encontraba en una escalera de caracol.
De repente, comencé a descubrir un tenue resplandor debajo de mí. Era evidente que mi descenso estaba llegando a su fin. También comencé a oír voces muy a lo lejos. ¿Serían las esclavas?
Al fin de las escaleras había una enorme arcada que daba a una descomunal sala adornada en los más soberbios tonos. Casi todo en la habitación brillaba con ese dorado resplandor que caracteriza a los metales preciosos que alegran el alma de la realeza. Mientras tanto, una mujer de más de cuarenta años, con la cara demacrada y unas ojeras más grandes que sus ojos, se paseaba por el lugar con una escoba. La mujer estaba vestida con un ridículo traje y, más allá de que seguramente hacían que vistiera así todos los días, parecía incómoda en él.
Esperé a que siguiera su camino, fuera de la habitación, para cruzar. Seguí deambulando con sumo cuidado. Me paseé por todo planta baja, recorrí los compartimentos de punta a punta sin escuchar un solo suspiro. Hasta que en vi una puerta cubierta de relucientes ornamentos, parcialmente cerrada. Sin pensarlo deliberadamente, empujé la puerta un tanto lejos de su eje y ésta se abrió de par en par.
De espaldas, frente a un enorme espejo, se encontraba la afamada princesa Deva. ¿O debería decir reina? Su madre murió dando a luz, allá por 1401, y partir de entonces, su padre había persistido solo en el trono. Hace unos años, creo que en 1450, ya consumido por la madurez, sucumbió ante su reino. Su única hija, Deva, tiene el mando en sus manos, pero no es muy reconocida en el ámbito real.
Por supuesto, una mocosuela criada entre cántaros de oro y sábanas de seda no tenía en su mente demasiadas intranquilidades y no se preocupaba precisamente por su reino. Esta necedad se reflejó en ese mismo momento, en el cual preparaba mis manos para llevarlas a su cuello y ella observa su tosca figura tranquilamente en el espejo. De repente, osó a señalar:
- Elisenda, ¿no te he dicho acaso que llames a la puerta antes de… - Sus ojos, desorbitados, se fijaron en mi reflejo. Me apresuré a cubrirle la boca y cerré la puerta inmediatamente, arrastrándola por la habitación. Intenté obstaculizar la puerta con un lujoso mueble que se encontraba cerca y me precipité sobre ella, apretando fuertemente mis pulgares en su tráquea. Deva lograba aún emitir un jadeo constante pero no se resistía demasiado al ataque, más que moviendo sus encaprichadas piernas por debajo de las enaguas. Un sonido seco llegó a mis oídos y observé como los ojos de la joven reina quedaban completamente blancos, acompañados por la caída de sus extremidades como un peso muerto contra el piso. Qué pena, una vida floreciente tan rápido extinguida…
Ya había logrado completar una gran parte de mi plan. Sólo quedaba el más osado de los objetivos. Pero si logro triunfar en ésta ocasión, no necesitaré preocuparme nunca más, así como las princesas paseando ridículamente en sus vestidos pueden despejar su mente con cada paso que dan.
Intenté tomarle el pulso a Deva, pero me encontré sólo con carne fría e inmóvil. Le quité el gigante adorno con flores de su cabeza y lo coloqué a un costado. No había peligro pues, según sus palabras antes de morir, Elisenda, la que se suponía su criada, tenía órdenes estrictas de llamar a la puerta antes de entrar.
Mantuve la delicada seda de su vestido entre mis mortales pulgares que minutos antes le habían quitado la vida a su dueña. Giré el tieso cuerpo y comencé a desabrochar  los botones de su espalda.
Me vestí y me contemplé en el espejo. El adorno floral cubría todo mi cabello y tapaba una parte de mi rostro.
-Deva, tu ves sumamente elegante hoy.
* * *
Sólo debía deshacerme del cuerpo, tarea que iba a ser un tanto complicada con esclavas dando vuelta por el palacio real. Abrí un armario y me encontré con miles de voluptuosos vestidos. Hice espacio entre ellos y tiré lo que quedaba de la princesa allí, intentando ocultarlo entre las enaguas.
Corrí el mueble que bloqueaba la puerta y me dirigí a la escalera caracol por la que había entrado a la fortaleza. Subí los peldaños incómodamente, las enaguas amenazantes varias veces me hicieron tropezar. Cuando llegué a la terraza noté que Finbar ya no estaba. Parece que esa criatura no estaba hecha para los lujos de la realeza.
Un estruendo, un temblor, sacudió levemente la terraza. Escuché a lo lejos unas insistentes estampidas e intenté localizar la fuente de tal perturbación. Miré hacia las murallas, derramando sangre de los que alguna vez fueron arqueros. Una manada de cuervos rondaba el burgo, y veía como se peleaban, desesperados por obtener un bocado de sus víctimas. Ese fue el momento en el que me di cuenta que todo iba a ser tan fácil esperar a que las voraces aves hicieran su trabajo.
Otro ruido sentí a lo lejos y fijé mi mirada en los grandes portones fijados a la muralla. Me sorprendí al localizar a Finbar junto a nuestros dragones, intentando tirar las puertas abajo. Continuaron el forcejeo, rodeados de burgueses acaudalados que circulaban las calles y que al notarlos rápidamente huían a esconder el dinero que cargaban en los bolsillos.
En unos minutos, los enormes portones de madera estaban completamente en llamas, sólo quedaba esperar que el vigor del fuego los consumiera. Cuando las llamas se extinguieron y sólo quedaron chispas rondando la abertura entre las murallas, puede ver a través del humo que algunos de mis compañeros seguían en pie,  varios de ellos en sus unicornios anaranjados ya por el correr de la sangre que había brotado de las heridas.
Una avalancha viviente entró en la ciudad y comenzó el caos. Mis compañeros de flota, blandiendo sus metales oxidados, causaban destrozos en las construcciones cercanas y varios caballeros del servicio real se acercaban, galopando desde la Plaza Central de Adeliz. Vi a Tufus y a sus amigos los centauros que acababan de salir de una tienda con un montón de cuchillos y comenzaron a empuñarlos, combatiendo ferozmente a todo el que se le cruzaba.
Mientras que la matanza continuaba afuera, pensé en terminar de una vez por todas con esto. Bajé y busqué a Elisenda por todo el palacio, hasta que la noté paseándose con unos trapos, sacándole aún más brillo al mobiliario. Caminé hacia ella y, al notar mi presencia, se arrodilló con la cabeza gacha.
-Diles a los guardias del puente levadizo que redacten una orden urgente y que la entreguen a sus superiores. Quiero que Adeliz deje entrar a los extranjeros desde hoy en adelante. ¿Entendido? – inquirí. La esclava, mi esclava, sólo atinó a afirmar con la cabeza y salió del castillo apresurada, aún con su mirada en el suelo.
Inmediatamente me dirigí a lo que ahora es mi habitación, abrí el ropero y revolví los vestidos hasta que el cuerpo fue visible. Tomé a la antigua Deva por los tobillos y la arrastré por las numerosas salas, buscando, en mi camino a la escalera, un cuchillo. Con celeridad, subí los escalones. Escuché el duro repiqueteo de sus vértebras en los peldaños hasta que llegué a la terraza. Apoyé el cuerpo sobre la pequeña elevación que se trasformaba en las almenas del castillo y me arrodillé, intentando alejar los pliegues de mi vestido. Empuñé mi cuchillo y degollé a la miserable. Algo de sangre aún brotaba de su cuello, aunque había pasado un tiempo desde que su vida se había esfumado.
Seguramente un poco de sangre atraería a las usureras criaturas que plagan el cielo. Miré al horizonte y vi como la disputa continuaba, feroces los combatientes, empuñando armas de todo tipo y con sus brazos cubiertos de heridas.
Me dirigí a la antigua escotilla preparada para descender. No sería necesario mucho tiempo para que empiece el festín de cuervos.




Este relato participa del certamen 





 

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