Somos inescrupulosos.
Somos perecederos. Somos letales.
Fuimos
expulsados del burgo por ello. Poblábamos las calles de miedo y realizábamos
las hazañas que cualquier vasallo imagina, entre sueños, cuando la oscuridad
los obliga a golpear sus carnes con los duros catres, cada día después de
servir a sus mezquinos amos. Sólo que nosotros nunca fuimos vasallos.
Todos
los años hay un gran juicio en Seán. Todos los forajidos aprisionados durante
esa temporada son juzgados por una no tan honorable junta de señores feudales.
Somos agradecidos, porque sabemos que en otros lugares no hay más opción que
derramar las entrañas en la Plaza Central.
Pero en el pequeño burgo de Seán, los forajidos elijen: muerte o exilio.
Como
podrán suponer, hemos elegido vivir el resto de nuestros días vagando en el mar
con un par de excéntricos seres al timón. Claro que los humanos no se dignan ni
a pisar el mismo suelo que un par de inescrupulosos malhechores, como ellos
dirían. Así, mandan a éstas extravagantes y metamórficas criaturas a comandar
los barcos del anual exilio, porque tampoco los aceptan dentro de su amurallada
fortaleza.
Aprendimos
a convivir con ellos, pues son también exiliados de ese patético y rutinario
circo cada año. Dragones, elfos, hadas, ninfas, minotauros, centauros, gnomos.
Centenas de seres incomprendidos que alguna vez divagaron por la Tierra pero ahora son
condenados por querer conquistar proezas del hombre.
Tufus,
un fauno de singulares cuernos y ruidosos cascos, comanda la nave desde que
abandonamos Seán. Junto con otras criaturas nos contó su plan al poco tiempo de
abandonar tierra firme. Claro que no pensaban deambular por el mar eternamente.
Nos
dirigíamos a Adeliz, una enorme ciudad amurallada, repleta de palacios, donde
los plebeyos plagan las callejas, humillados por la realeza y sus grandes
señores. No sabíamos exactamente cuál era el objetivo, pues sólo contábamos con
los cañones de defensa de la nave para atacar. Pero sí sé que detesto todos
esos castillos y a los fanfarrones que los habitan, copiados dos a dos, con sus
grotescos atuendos y sus seculares
modales.
Las
reinas y señoras son todas idénticas. Llevan pomposos vestidos que hacen que
sus cuerpos luzcan iguales y enormes adornos en sus cabezas, que no dejan ver
sus cabellos y que tal vez, con su peso, atrofien sus cerebros hasta el punto
de dejar sólo lo necesario para encarar sus preocupaciones diarias, es decir, la
nada misma.
En la
bodega del barco encontramos algunos cacharros metálicos que llevamos puestos
como armaduras, de las más singulares formas. Algunas planchas de lata, un
tanto oxidadas, quedaron disponibles para ser utilizadas como escudos, y
algunas maderas fueron tomando forma de
lanzas, con un poco de trabajo.
Debo
confesar que aunque los demás no tenían ni idea de cuál era realmente el plan,
yo sabía claramente lo que iba a hacer. A través de mi improvisado yelmo
lograba ver, aunque con dificultad, que la costa estaba a unos doscientos
metros y las murallas se encontraban a un kilómetro o más.
Me
acerqué lentamente hasta el único pegaso en la tripulación, Finbar, y me
preparé para descender del barco. Intrepidez corría por mis venas y sentía que
estaban a punto de estallar.
Una vez
que nos encontrábamos en la orilla, Tufus abandonó el timón y comenzó a
vociferar:
-
¡Compañeros, humanos o no, estamos juntos en esto! Vamos a atacar Adeliz, por
rencor a sus principales o por sed de sangre y temeridad. ¡Atacamos por lo que
somos, y no nos podemos arrepentir por lo que so...- Tufus miró, estupefacto,
hacia las murallas, terror derramándose de sus pupilas. Desde lo alto de la
muralla, centenares de arqueros se preparaban para contraatacar.
Descendimos
rápidamente y, con urgencia, monté a Finbar. Observé a mí alrededor, mis
compañeros de celda, cayendo ya entre las rocas, estampándolas de sangre con
sus cráneos detonados. Mientras tanto, el afable aroma de carne en combustión
llegaba desde lo más alto. Nuestros dragones, con los más llamativos colores en
sus ásperas pieles, estaban carbonizando los cuerpos de los arqueros, abriendo
sus fauces y encendiendo sus cabezas. Los arqueros se movían desesperadamente, sin
poder visualizar dónde se encontraban, intentando apagar el fuego que los
consumía tan sagazmente. Varios de ellos caían, en llamas pero aún vivos, al
suelo.
No
necesité observar más para indicarle a Finbar que era hora, que íbamos a tener
que volar. Le señalé un área de arqueros en llamas, para evitar los ataques y
el pegaso abrió sus alas de par en par, en la inmensidad del firmamento. Sobrevolamos
la muralla encendida y nos dirigimos a la única construcción que se elevaba en
la colapsada ciudad: la torre del castillo real.
Me
escabullí detrás de las almenas de la construcción y respiré profundamente.
Quería creer que lo peor había pasado. Intenté descansar unos minutos pero me
sentía incómoda en mi parca armadura. Comencé a quitarme de encima todas esas
baratijas y las acomodé en una de las esquinas de la terraza. Finbar ya se
encontraba dormitando, tirado en el suelo, a mi derecha.
Me detuve
para contemplar serenamente mis alrededores en busca de una manera de entrar a
la fortaleza desde la terraza. A unos metros encontré una especie de escotilla
que sobresalía del nivel del piso. Sin dubitar, fui a buscar uno de los objetos
metálicos que empuñé como lanza y comencé a forzar la puerta cuidadosamente,
para no hacer demasiado escándalo. En muy poco tiempo, conseguí levantarla
completamente, dejando la abertura descubierta.
Lo que
me encontré al mirar hacia adentro fue la más densa oscuridad. Supuse,
acertadamente, que en la penumbra debería encontrar unos cuantos sombríos
peldaños. Apoyé mi mano derecha en la pared y comencé a descender,
sigilosamente, intentando calcular con frialdad absoluta dónde se encontraría
el siguiente escalón.
Mi mano,
que seguía apoyada en la pared, percibía un leve giro. Me encontraba en una
escalera de caracol.
De
repente, comencé a descubrir un tenue resplandor debajo de mí. Era evidente que
mi descenso estaba llegando a su fin. También comencé a oír voces muy a lo
lejos. ¿Serían las esclavas?
Al fin
de las escaleras había una enorme arcada que daba a una descomunal sala
adornada en los más soberbios tonos. Casi todo en la habitación brillaba con
ese dorado resplandor que caracteriza a los metales preciosos que alegran el
alma de la realeza. Mientras tanto, una mujer de más de cuarenta años, con la
cara demacrada y unas ojeras más grandes que sus ojos, se paseaba por el lugar
con una escoba. La mujer estaba vestida con un ridículo traje y, más allá de
que seguramente hacían que vistiera así todos los días, parecía incómoda en él.
Esperé
a que siguiera su camino, fuera de la habitación, para cruzar. Seguí deambulando
con sumo cuidado. Me paseé por todo planta baja, recorrí los compartimentos de
punta a punta sin escuchar un solo suspiro. Hasta que en vi una puerta cubierta
de relucientes ornamentos, parcialmente cerrada. Sin pensarlo deliberadamente,
empujé la puerta un tanto lejos de su eje y ésta se abrió de par en par.
De
espaldas, frente a un enorme espejo, se encontraba la afamada princesa Deva. ¿O
debería decir reina? Su madre murió dando a luz, allá por 1401, y partir de
entonces, su padre había persistido solo en el trono. Hace unos años, creo que
en 1450, ya consumido por la madurez, sucumbió ante su reino. Su única hija,
Deva, tiene el mando en sus manos, pero no es muy reconocida en el ámbito real.
Por
supuesto, una mocosuela criada entre cántaros de oro y sábanas de seda no tenía
en su mente demasiadas intranquilidades y no se preocupaba precisamente por su reino.
Esta necedad se reflejó en ese mismo momento, en el cual preparaba mis manos
para llevarlas a su cuello y ella observa su tosca figura tranquilamente en el
espejo. De repente, osó a señalar:
- Elisenda,
¿no te he dicho acaso que llames a la puerta antes de… - Sus ojos, desorbitados,
se fijaron en mi reflejo. Me apresuré a cubrirle la boca y cerré la puerta
inmediatamente, arrastrándola por la habitación. Intenté obstaculizar la puerta
con un lujoso mueble que se encontraba cerca y me precipité sobre ella,
apretando fuertemente mis pulgares en su tráquea. Deva lograba aún emitir un
jadeo constante pero no se resistía demasiado al ataque, más que moviendo sus
encaprichadas piernas por debajo de las enaguas. Un sonido seco llegó a mis
oídos y observé como los ojos de la joven reina quedaban completamente blancos,
acompañados por la caída de sus extremidades como un peso muerto contra el
piso. Qué pena, una vida floreciente tan rápido extinguida…
Ya
había logrado completar una gran parte de mi plan. Sólo quedaba el más osado de
los objetivos. Pero si logro triunfar en ésta ocasión, no necesitaré
preocuparme nunca más, así como las princesas paseando ridículamente en sus
vestidos pueden despejar su mente con cada paso que dan.
Intenté
tomarle el pulso a Deva, pero me encontré sólo con carne fría e inmóvil. Le
quité el gigante adorno con flores de su cabeza y lo coloqué a un costado. No
había peligro pues, según sus palabras antes de morir, Elisenda, la que se
suponía su criada, tenía órdenes estrictas de llamar a la puerta antes de
entrar.
Mantuve
la delicada seda de su vestido entre mis mortales pulgares que minutos antes le
habían quitado la vida a su dueña. Giré el tieso cuerpo y comencé a
desabrochar los botones de su espalda.
Me
vestí y me contemplé en el espejo. El adorno floral cubría todo mi cabello y
tapaba una parte de mi rostro.
-Deva,
tu ves sumamente elegante hoy.
* * *
Sólo
debía deshacerme del cuerpo, tarea que iba a ser un tanto complicada con
esclavas dando vuelta por el palacio real. Abrí un armario y me encontré con
miles de voluptuosos vestidos. Hice espacio entre ellos y tiré lo que quedaba
de la princesa allí, intentando ocultarlo entre las enaguas.
Corrí
el mueble que bloqueaba la puerta y me dirigí a la escalera caracol por la que
había entrado a la fortaleza. Subí los peldaños incómodamente, las enaguas
amenazantes varias veces me hicieron tropezar. Cuando llegué a la terraza noté
que Finbar ya no estaba. Parece que esa criatura no estaba hecha para los lujos
de la realeza.
Un
estruendo, un temblor, sacudió levemente la terraza. Escuché a lo lejos unas
insistentes estampidas e intenté localizar la fuente de tal perturbación. Miré
hacia las murallas, derramando sangre de los que alguna vez fueron arqueros.
Una manada de cuervos rondaba el burgo, y veía como se peleaban, desesperados
por obtener un bocado de sus víctimas. Ese fue el momento en el que me di
cuenta que todo iba a ser tan fácil esperar a que las voraces aves hicieran su
trabajo.
Otro
ruido sentí a lo lejos y fijé mi mirada en los grandes portones fijados a la
muralla. Me sorprendí al localizar a Finbar junto a nuestros dragones,
intentando tirar las puertas abajo. Continuaron el forcejeo, rodeados de
burgueses acaudalados que circulaban las calles y que al notarlos rápidamente
huían a esconder el dinero que cargaban en los bolsillos.
En unos
minutos, los enormes portones de madera estaban completamente en llamas, sólo
quedaba esperar que el vigor del fuego los consumiera. Cuando las llamas se
extinguieron y sólo quedaron chispas rondando la abertura entre las murallas,
puede ver a través del humo que algunos de mis compañeros seguían en pie, varios de ellos en sus unicornios anaranjados
ya por el correr de la sangre que había brotado de las heridas.
Una
avalancha viviente entró en la ciudad y comenzó el caos. Mis compañeros de
flota, blandiendo sus metales oxidados, causaban destrozos en las
construcciones cercanas y varios caballeros del servicio real se acercaban,
galopando desde la Plaza Central
de Adeliz. Vi a Tufus y a sus amigos los centauros que acababan de salir de una
tienda con un montón de cuchillos y comenzaron a empuñarlos, combatiendo
ferozmente a todo el que se le cruzaba.
Mientras
que la matanza continuaba afuera, pensé en terminar de una vez por todas con esto.
Bajé y busqué a Elisenda por todo el palacio, hasta que la noté paseándose con
unos trapos, sacándole aún más brillo al mobiliario. Caminé hacia ella y, al
notar mi presencia, se arrodilló con la cabeza gacha.
-Diles
a los guardias del puente levadizo que redacten una orden urgente y que la
entreguen a sus superiores. Quiero que Adeliz deje entrar a los extranjeros
desde hoy en adelante. ¿Entendido? – inquirí. La esclava, mi esclava, sólo
atinó a afirmar con la cabeza y salió del castillo apresurada, aún con su
mirada en el suelo.
Inmediatamente
me dirigí a lo que ahora es mi habitación, abrí el ropero y revolví los
vestidos hasta que el cuerpo fue visible. Tomé a la antigua Deva por los
tobillos y la arrastré por las numerosas salas, buscando, en mi camino a la
escalera, un cuchillo. Con celeridad, subí los escalones. Escuché el duro
repiqueteo de sus vértebras en los peldaños hasta que llegué a la terraza.
Apoyé el cuerpo sobre la pequeña elevación que se trasformaba en las almenas
del castillo y me arrodillé, intentando alejar los pliegues de mi vestido.
Empuñé mi cuchillo y degollé a la miserable. Algo de sangre aún brotaba de su
cuello, aunque había pasado un tiempo desde que su vida se había esfumado.
Seguramente
un poco de sangre atraería a las usureras criaturas que plagan el cielo. Miré
al horizonte y vi como la disputa continuaba, feroces los combatientes,
empuñando armas de todo tipo y con sus brazos cubiertos de heridas.
Me
dirigí a la antigua escotilla preparada para descender. No sería necesario
mucho tiempo para que empiece el festín de cuervos.